cesar

Nunca pensé tener problemas por escribir. Jamás creí que en democracia hubiera gente para la que aún siguen existiendo los delitos de opinión, ni que se mezclaran mis escritos con otras oscuras intenciones que de ellos no se desprenden. Uno asume que en la vida hay cosas que hace y que puede que no sean compartidas, o que no agraden, o que podría haberlas hecho mejor. Pero no el odio, eso es imposible de interiorizar. Tener la constatación de que hay quien te odia por lo que expresas, por lo que eres o por lo que representas, es una sensación extraña, fría y viscosa que causa un desasosiego en el estómago parecido al del bicho aquel que se metía en las tripas de los astronautas y les devoraba desde dentro. Da miedo saber que hay gentes que si pudieran destrozarían la vida de quien no piensa como ellos y perturba en grado sumo considerar que a veces estas personas tienen los medios para hacerlo, o para intentarlo de forma eficaz.

Hace un par de semanas contaba aquí cómo a la pérdida del hijo, los familiares del joven Mikel Uriarte, fallecido al caer con su coche desde la barquilla del Puente Colgante, tuvieron que añadir el dolor de las insinuaciones sobre su estado etílico o sobre sus inexistentes antecedentes penales. Cuando la máquina de la inquina comienza a funcionar siempre es así, al final la culpa es del muerto, de la víctima, del débil, de quien ya no puede luchar. Y lo más inquietante es que, contra los que tenemos la tentación de pensar, no son las instituciones o los poderes establecidos quienes lo hacen, sino que generalmente son personajes a su sombra que desean reunir méritos suficientes para que alguien se los agradezca un día, de una forma u otra. Es pura mezquindad lo que mueve los hilos de ese poder que escapa a todo control democrático.

Cuando alguien va a por ti, debe crear en primer lugar un clima propicio, eso está estudiado. Por tanto, comenzarán a expandirse rumores, nunca denuncias concretas contra las que puedas defenderte. Se acusará a la víctima, pues víctima es quien lo sufre, de aquello que sea más despreciable a los componentes del grupo al que pertenece. ¿Recuerdan al Juez de Menores acusado de pederastia en aquel mediático caso Arny que involucró a algunos personajes del mundo del espectáculo? Cuando se demostró su inocencia, rompió en llanto en la sala de vistas y ya nunca volvió a un juzgado. Algo así. Cuanto más se repite la difamación, más se extiende y, por consecuencia, más posibilidades hay de que empiece a ser creída por un número importante de personas.

El siguiente paso es someterlo al ostracismo, presionar desde una posición de superioridad a  quienes le rodean para que huyan de su lado, para que no quieran ser vistos con él, para que no le hablen, no le miren, como si fuera invisible, como si estuviera ya muerto. A esto los romanos lo llamaban la muerte civil. En esta fase, la víctima recibe amenazas veladas que van subiendo de tono hasta verbalizarse, o no, según se presente la oportunidad. Es un momento delicado para el maltratador ya que queda expuesto, razón por la cual busca que no haya testigos y juega con el factor sorpresa impidiendo que el amenazado anticipe lo que se le viene encima o pueda reaccionar. Como no lo espera, es muy posible que quede paralizado, sin saber qué decir ni cómo defenderse, abonando así a los ojos del resto la tesis de su culpabilidad. De esta manera, llega un momento en que a todos les es más fácil pensar que es culpable que plantearse por qué está siendo perseguido.

Al fin, desprestigiado y aislado, toca cobrar la pieza. El jefe, la organización, el gobierno,etc. castiga sin piedad, con pruebas o sin ellas, a aquel al que han ido dando caza poco a poco, obligándole a realizar un enorme esfuerzo de defensa, tanto en lo personal y emocional como en lo económico, para demostrar su inocencia. Y aún cuando la demuestre, pasará como en el diálogo de El Crimen de Cuenca, cuando el acusado de asesinato era absuelto y a su paso un vecino murmuraba: “pues si no mató a ese, a otro mataría”.

Semejante táctica es usada desde tiempos ancestrales para acallar el pensamiento, las ideas, las opiniones, para eliminar a quien disiente y para no aplicar en la vida diaria la libertad que se predica con la boca en los escaños. Contra esto nos queda la palabra, seguir escribiendo, pensar más, expresarse en voz alta, olvidar el miedo, ser militante de tu propio yo. A Federico García Lorca lo mataron por rojo y maricón, a Víctor Jara por cantarle a la vida, a Luther King por haber tenido un sueño… En pleno siglo XXI toca, tristemente, reclamar aún el derecho a ser libre, a ser ciudadano, a tener un compromiso ético, político, sindical, sexual, amoroso, religioso…, a tener esencia de ser humano. Busco esto para mí. Quiero poder llegar a casa cada día, quitarme el uniforme del Gran Hermano y ser, simplemente, un ciudadano, el ciudadano Charro.

Nunca pensé tener problemas por escribir…