César Charro. 15 marzo 2015.

 

Alejo Aznar gastaba apellido ilustre y con remembranzas de poder, porte de alemán canijo y mala leche para exportar. Alejo Aznar tenía domicilio fijo en los soportales de la iglesia de San José de Romo después de haber residido en edificios de banqueros, léase cajeros automáticos, y en los escaparates de una tienda que hacían forma de L y fue lo más parecido a un piso con distribuidor y pasillo que tuvo nunca. Prendido de una aguja hipodérmica, pasaba los días, las tardes y las noches en un pensar turbio como de quien conoce pero no recuerda que un día fuera un niño como los demás, con una familia y un futuro por delante truncado por su mala cabeza. A Alejo Aznar le gustaba también fantasear con el día en que sus padres, de muchos posibles según él, vinieran a recogerle para sacarle de la inmundicia en la que se había convertido su vida y llevarle a un lugar soleado donde poder quitarse el frío del caballo que corría por sus venas. Pero no pudo ser.

De enfermedades iba servido y parece mentira que en sus cuarenta y tantos kilos de huesos y pellejo cupieran tantas y tan renombradas como el sida, la cirrosis y la hepatitis, además de otras de relleno. Dijeron luego que, en honor a la verdad, tampoco le quedaba mucho de padecer en este mundo y que si no hubiera sido lo que fue, otra cosa se lo hubiera llevado por delante, un mal frío por ejemplo. Lo cierto es que en lugar de eso, una cuadrilla de niñatos le abreviaron el trámite reventándole el bazo a palos y lo mandaron a la misma edad de Cristo, vaya ironía, a criar malvas. La muerte de Alejo Aznar tuvo un algo de película de quinquis y un mucho de vergüenza, o de la falta de ella, que arrastramos los ciudadanos modernos cuando pasamos delante de los pobres sin querer mirarlos. Dicen también, vaya usted a saber, que fue un poco por el alcohol y otro poco por divertirse, cosas de chavales, y la Ertzaintza los detuvo a todos en dos días porque no hacía falta llamar al ceseí y porque, a fuer de gilipollas, sus autores habían ido pregonando la hazaña en los pasillos del instituto donde estudiaban con vistas a convertirse en hombres de provecho el día de mañana.

Corría el año 1999 y eran tiempos en que con dieciséis todavía pisabas talego serio, aunque en módulo  de menores y uno de ellos, el de la barra de hierro, se fue para adentro de primeras con una acusación de asesinato. Después, en el juicio, todos se salieron de rositas por no llegar a la edad penal, con la excepción del de los dieciséis añitos, al cual le impusieron ochenta horas de trabajos en beneficio de la comunidad por una falta de lesiones. Así me enteré yo de que si tienes los higadillos en un mírame y no me toques, que te maten a trompadas no es delito y que, poco más o menos, la culpa es tuya por habértelos estropeado sin pedir permiso a la autoridad competente, que me imagino que aquí será el Alcalde. Estas cosas de los jueces a veces son complicadas de entender y no conviene pensar demasiado en ellas porque puede suceder que nos entre el susto si algún día tenemos que vernos en una sala de audiencias.

Casi veinte años después, conviene la reflexión, me planteo qué hemos hecho tan mal como para que unos chicos de buena familia sean capaces de cometer una tropelía semejante y para que desgraciados como Alejo pasen su vida en las calles, y mueran en ellas, sin que hayamos encontrado aún remedio ni a lo uno ni a lo otro. En el municipio de los cruceros, de las tiendas de lujo y de las casas más caras, no hay recursos para educar en valores como se debe ni para proteger a los desamparados de esta sociedad inmisericorde en la que nos hemos convertido. Ahora que se acercan las elecciones y habrá mítines y actos por doquier, nadie hablará de estos temas. De hecho, ignoro si se hablará de algo porque nuestra clase política cada vez tiene menos qué decir a los ciudadanos; es como si se los hubiera tragado la tierra en un momento en que la crisis económica ha hecho retroceder al cuaternario aquello que llamaban el estado del bienestar. Supongo que es más fácil y más cómodo moverse en el debate identitario y en zarandajas similares, que no llevan a nada ni te exigen mayores responsabilidades, que mirar a la cara de la miseria, sobre todo porque entonces nos daremos cuenta de que aquí también existe.

A Alejo Aznar no lo quiso nadie entonces, ni siquiera los que le llevaron flores a última hora, como nadie quiere ver hoy tampoco el desfilar de sombras que al caer la noche aquí, entre nosotros,  se deslizan en el interior de los cajeros de los bancos para espantar el frío. Y si somos capaces de faltar a la educación de nuestros jóvenes de forma que puedan hacer lo que aquellos hicieron con un pobre desgraciado, a lo mejor es que tampoco queremos a nuestros hijos ni tal vez a nosotros mismos. Ya se que esto es una columna sobre Getxo, el pueblo más bonito del mundo, con sus playas, su molino y su puente colgante leré pero, qué quieren, hoy me acordé de Alejo y pensé que merecía el pequeño homenaje de amargarles a ustedes el día. A él le hubiera gustado.